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miércoles, 6 de abril de 2011

relatos cortos


LO MAS OLVIDADO DE MI CORAZON
DIARIO INACABADO



…”Se me está agriando el corazón, carajo”, pensé. No sé cuándo empecé a pensar en actos suicidas. Soñaba con la muerte como única escapatoria a mi dolor, me castigaba impunemente, mortificándome, me pegaba con palos en las manos para sentir dolor, sentirme vivo y romper el llanto que pugnaba por salir de mi garganta.
Momentos antes, había aguantado impertérrito con los dientes clavados en los labios para no llorar o gritar la golpiza que mi madre me daba por no sé que motivos tan importantes. Con lo que tuviera a mano, lo mismo le daba una alpargata que el cabo de la escoba, un tenedor que el palo de mover la ropa que hervía en el baño de cinc detrás de la casa.
A veces corría a casa de mi abuela y me escondía en sus faldas, pero eso no hacía sino retrasar la paliza. Todos los llantos del mundo me venían a los ojos después, me preguntaba por qué, por qué, y no conseguía ninguna respuesta, sólo silencio y abandono.
No recuerdo cuando alguien me besó con cariño y dulzura; de mi familia solo recuerdo gritos y desesperación, golpizas y abandono. Qué poco hubiera bastado para hacerme feliz. La sensación de soledad y abandono me acompañaría hasta el final de mis días.

De mi padre unicamente recuerdo que siempre estaba de viaje, trabajando en Alemania o Francia. Durante mi infancia, se convirtió en un forastero que durante grandes temporadas aparecía por casa cargado de regalos, que eran la envidia de mis primos.
Muchas noches me iba a la cama sin comer, como castigo porque no me gustara la cena o porque me sentía triste .Durante el resto del día me resarcía´, y a hurtadillas, me comía un trozo de pan con chocolate “Zahor”, o cogía por mi cuenta la lata de leche condensada y chupaba de ella hasta sentirme feliz y satisfecho.
A veces me obligaban a bañarme desnudo en un gran baño de cinc delante de mis primos, que se mofaban de mi cuerpo, mientras mi madre me restregaba con jabón verde “lagarto” y un estropajo de esparto.

A los doce años, yo, Julián Santamaría, no era ya un cachorro desnutrido, sino un adolescente cargado de quilos y con la piel sin brillo de los jóvenes solitarios. Pasaba desapercibido como un puma, esquivando gente por la calle, muebles en mi casa y compañeros en el colegio. Rara vez alguien se fijaba en mí y si lo hacía era para mofarse de mi voz aflautada, para toquetear mis glúteos cuando subía por las escaleras camino de mi aula o para tirarme del vello incipiente que empezaba a crecer por mis patorras.
Cuando esto sucedía, me gustaba soñar que me convertía en “El capitán trueno” y que los combatía como si de moros se trataran. Pero la realidad era más dura y cruel, y lo único que estaba en mi mano era defenderme como podía, aunque me costase más de un coscorrón y el desaire de mis compañeros.

Era un alumno mediocre, pero acataba la disciplina, la austeridad del colegio religioso, amaba la capilla con sus santos empolvados y el olor rancio de cera encendida los domingos a las once. Me gustaba ayudar a misa los domingos y fiestas de guardar, limpiar el polvo de las hornacinas de los santos y cuando llegaba la festividad del patrón del colegio, bajábamos su imagen y la poníamos arriba, en la escalera del altar, lleno de cirios y jarrones de flores. Creo que entonces era feliz…


Una noche me desperté sobresaltado sintiendo la humedad de algo viscoso que empapaba mi entrepierna. Descubrí que ésa lombriz fea y gorda que pendía de ella, podía llenar mis ratos de desazón de momentos de felicidad; descubrí que tocando mi pene entraba en un paraíso particular, nadie podía arrebatarme esos momentos de placer y gozo, nadie sabría cuán fácil era dejarse llevar por el gozo de la masturbación. Descubrí que en esos instantes mágicos, el placer que me procuraba era como abandonarse a la deriva y morir unos instantes antes de volver a la cruda realidad.
Siempre buscaba lugares apartados y solitarios, el cuarto de baño, la inmensidad de unos trigales, el frescor de una viña de septiembre; cualquier lugar era estupendo para bajarme los pantalones y acariciarme con la mano diestra mientras el viento peinaba las espigas y yo me abandonaba en un mar dorado que me llevaba a otro paraíso.
De todas las asignaturas, donde más sobresalía era en  Plástica y en religión; no creo que tuviera verdadera  vocación de ser cura, más bien un impulso natural de sobresalir de mis compañeros.
Desde pequeño, sentía una animadversión casi patógena hacia el colegio, sufría palpitaciones, vómitos y no había dios que consiguiese consolarme de aquella angustia que con el paso de los años se ha ido mitigando. En la clase de ciencias naturales, mientras don Antonio hacía muecas con su dentadura postiza y explicaba la fotosíntesis, Fernando y yo, los últimos pupitres de la clase, nos enseñábamos nuestros sexos, los comparábamos y medíamos y observábamos aquellas manchas amarillas en los calzoncillos blancos de algodón.

Cuando más sufría era en la clase de educación física; cuando se trataba de correr en el patio, no era del todo malo, me gustaba correr y jugar al coger, y no lo hacía del todo mal; sin embargo, la angustia se apoderaba de mí en cuanto entrábamos en el gimnasio; no sabía ni podía subir por la cuerda, si saltaba el potro o el caballo, o me caía junto con el aparato o me quedaba  a mitad de camino; si volteaba sobre la colchoneta, siempre caía fuera de ella con la consiguiente risotada de mis compañeros.
“Ojalá os muriéseis, cabrones”. Los odiaba a todos, y al profesor de turno, por no comprender mi incapacidad para el ejercicio físico .Deseaba con todas mis fuerzas que dieran las cinco de la tarde para correr hasta mi casa . Una ansiedad desconocida embargaba mi cuerpo, las sienes me latían como un tren, y los ojos me lloraban de rabia mientras rumiaba una venganza que nunca pondría en práctica. Ünicamente me consolaba masturbándome entre los árboles camino de casa, imaginando que ésta fuera una cárcel más dulce que el maldito colegio. Envidiaba a mis compañeros cuando de pequeños se acompañaban de sus padres en algún acto religioso o teatral; yo siempre permanecía solo, en un rincón apartado, atisbando cualquier caricia de aquellos padres con sus hijos; envidiaba a mis compañeros cuando compraban golosinas antes de entrar en clase o en el quiosco que regentaba el hermano Quintiliano.
Para mí el colegio era un tormento  pasajero, pero un tormento. Nunca destaqué en nada, ni me inscribí en algún equipo de deporte o asociación, me faltaba voluntad y entusiasmo, pero sobre todo  fui siempre un cobarde, porque nunca supe enfrentarme con el que fuera y darme a valer; alguna vez actuaba en el coro del colegio, pero duró poco, mi voz era incalificable, pero aquellos momentos henchían mi vanidad.
Cuando llegaban las vacaciones de Navidad se me venía el mundo encima; los días se me hacían largos y perezosos; a pesar de todo, echaba de menos el bullicio de la clase y sólo me consolaba con las películas religiosas que daban por televisión.
Por aquellos días hice amistad con un compañero rico y de apellidos renombrados, íbamos juntos a misa, a visitar belenes, me invitaba a comer en su casa, pero sobre todo me gustaba dejar pasar mi mano por los lomos de los libros de su biblioteca; a veces me prestaba alguno y lo llevaba en la mano como si fuera un cofre; desde entonces, ellos son mis únicos compañeros, en ellos me refugio y amo, en ellos vivo aventuras y desamores.
Una tarde, estábamos en el salón de su casa, solos, jugando a algún tipo de juegos de palabras. No sé de donde sacó un revista con fotografías eróticas; con ojos asombrados, descubrimos cuerpos magníficos en posturas imposibles, caricias y miembros inimaginables a nuestra edad.
Un silencio mágico se apoderó de nosotros, que rompió mi amigo de repente:
-          ¿Te gustaría que te la meneara?
-          ¿Qué…?
-          Tu polla, ¿te gustaría que te la meneara?
La cabeza me iba a estallar, la acidez del estómago me llegó a la garganta y la boca se me secó y se puso dura como el esparto. Cuando me dí cuenta, tenía los pantalones bajados, apoyé inconscientemente la cabeza en el tresillo y él deslizó sus dedos dentro del elástico del calzoncillo. Con una dulzura increíble me bajó la ropa interior, empezó a acariciar mis muslos , y cuando su boca entró en mi entrepierna, el tiempo se me hizo infinito.
Hubo momentos en que creí morir, las lágrimas resbalaban cuesta abajo y deseé que este instante  fuera eterno; la conciencia me abandonaba por momentos, nunca imaginé que la muerte estuviera tan cerca, mi cuerpo se abandonó a sus caricias, mi rostro se crispó y cuando me derramé dentro de su boca, mi cara se iluminó y mis labios suspiraron dulcemente.

Después de aquello, no quise confesarme. Sentía que aquel momento me pertenecía solamente a mí, excluyéndole a él también . Además, imaginaba la reacción del sacerdote ante tamaña confesión y no estaban las cosas como para echar más leña al fuego. Pasado el tiempo, otras experiencias diferentes marcaron mi vida; a veces hubo amor de por medio, pero siempre estuve marcado como Caín; todas las desgracias se cebaron en mí, mi triste destino no hacía sino completar un triste círculo sin salida, una y otra vez , una y otra vez marcando mi cuerpo, mi alma y mi vida de melancolía y una dejadez impropia de mis años. No me hubiera  importado encontrar amor en donde fuera. Pero mi vida me arrastra a su final, esto no es un juego, la vida te da zarpazos imposibles de remediar y de recuperar; mi vida no es un laberinto, no puedo volver atrás y empezar otro camino, diferente del anterior, para llegar a la luz.

Han pasado los años y sigo siendo el mismo personaje que estorba en toda película mediocre. Ya no me quedan fuerzas, y la pereza se acostumbró a habitar conmigo. Busqué en mi propio corazón  el amor que había ido cultivando para entregárselo a alguien, pero no lo encontré; la vida te pide cuentas, pero solo hallé indiferencia.
Hoy he cumplido veinte años y nadie se acordó de mí, como casi siempre, como siempre; después de dejar escritas estas cuartillas para ti, he tomado una resolución , la única que me sacará del agujero tan oscuro que escarba en mi mente. No sé si Dios existe, pero ya no me importa; no sé si me veré cara a cara con Ël , pero ya todo me es indiferente; no me tembló la mano cuando tragué una a una  cinco tabletas de aspirinas y un frasco de Valium 10.


No me despido de nadie, me iré callado, como las sombras furtivas ;me acostaré sobre un lecho de espigas doradas, en una loma cara al mar, y entonces volaré fuerte y feliz.


Es tan fácil morir y tan dulce sentirse libre…..




FIN

JUAN J. CORBALAN IBAÑEZ

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