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sábado, 9 de abril de 2011

relatos cortos II

TIEMPOS DIFICILES








          A Dolorcita la Peregila le iban las cosas viento en popa hasta que se enamoró de Conrado, un encofrador residente en Badalona, y le puso un piso y una pastelería para que abandonara su antiguo trabajo y sus antiguos vicios.
Aquel matrimonio duró menos de lo esperado. Total, tres años desempeñando el papel de de mujer perfecta, pero entre  que los hijos no llegaban, no se sabe si por causa de algún desarreglo de alguno de los dos o por las pocas ganas y el escaso empeño que Dolorcita manifestaba por ser madre o por otras causas misteriosas que muchos adivinaban, el matrimonio hizo aguas enseguida.

          Dolorcita era mucha mujer y en cuanto veía a un buen mozo bien plantado le hacían los ojos chiribitas y eso que su marido no era desmerecedor, pero se ve que a todas las cabras les tira el monte.

          Dolorcita la Peregila tenía los pezones pequeños y morenos, pero dulces como melocotones, y cuando abandonó el pueblo, dejó huérfanos de cariño a varias generaciones de muchachos avidos de amor y de juegos prohibidos.

          Dolorcita la Peregila, que de niña era escuchimizada y alargada como una anguila, de mayor se puso como un tren, y repartía su cariño y su cuerpo generoso por mil pesetas, aunque si el mozo valía la pena y era de su agrado, se lo hacía gratis y muy satisfecha.

          A un servidor, al Trivi y a Fernando, que siempre andábamos en todos los fregados, nos costó un año reunir las mil pelas, sacrificándonos sin ir a las sesiones infantiles del cine Principal, sin comprar los tebeos del capitán Trueno o del Jabato y sin comprar chucherías en el kiosco del viejecito  de la calle Rubiños. En los servicios del colegio lasaliano nos juntábamos a la hora del recreo y hablábamos del asunto mientras nos fumábamos unos celtas emboquillados y disputábamos quién se la meneaba mejor y más rápido.
En éstas lides siempre nos vencía el Trivi menos cuando competía contra nosotros Agustín de la Rosa Pedrote; era todo un espectáculo  verlo desabrocharse la bragueta y sacar un miembro inmenso, impropio de su edad; él se mojaba los labios como Clint Eastwood y era capaz de alcanzar con la meada el metro y medio de altura, y cuando se la meneaba delante nuestra, era capaz de escupir el semen y alcanzar la línea que trazábamos en el retrete. Después sonreía y se guardaba las canicas o las peonzas que se había apostado con nosotros y el muy guarro se limpiaba el dorso de la mano diestra contra el pantalón vaquero y aquí Dios y después gloria.





          Dolorcita la Peregila citaba a casi todos sus clientes bajo el puente del Salto del Grillo, extendía una manta en un rincón seco y limpio de porquerías y era capaz de volver loco al más cuerdo con sus movimientos de jinete consumada.

          Era mayo de mil novecientos setenta y ocho y hacía bastante calor cuando el Trivi, Fernandito Amate y yo acordamos con Dolorcita encontrarnos bajo el puente. Estuvimos toda la tarde algo nerviosos y nos distrajimos viendo “Mis adorables sobrinos”, comimos pan con chocolate a toda prisa, porque queríamos llegar cuanto antes.

          Hasta ahora solo habíamos practicado lo que los curas llamaban el pecado solitario y andábamos algo nerviosos por la posibilidad de no estar a la altura deseada, íbamos rezagados, conscientes de la importancia de la acción que íbamos a acometer. Perder la virginidad no era moco de pavo y que no fuéramos capaces de afrontar la situación nos carcomía por dentro cuando caminábamos por la antigua vía férrea.
Cuando llegamos al lugar, nos fumamos unos celtas y nos bebimos unos tragos de moscatel que Fernando había robado de su casa.

          Dolorcita nos recibió con una gran sonrisa irónica, sabedora del momento por el que estábamos pasando. Cuando nos bajó los pantalones, todos nos ruborizamos al ver que a los tres nos iba a estallar el pene bajo los blancos calzoncillos. Con mucha delicadeza, tiró de la ropa interior y descubrió tres miembros a punto de estallar, tan parecidos y a la vez tan desiguales; el del Trivi era moreno, casi negro y portentoso; el de Fernando, largo y rosáceo, y el mío, gordo y protuberante. Me despojó totalmente de mi ropa interior y de un zarpazo se nos desnudó ante nuestros impávidos ojos; yo no daba crédito ante tanta hermosura.

          Era la  primera vez que veía una mujer totalmente desnuda y la oscuridad  de su sexo, abierto como una rosa, casi me hace vomitar de placer. Deshizo el moño que llevaba enredado en su nuca, dejando caer su negra cabellera por la espalda, acariciando su piel rosácea, y así, vestida únicamente por su mata de pelo azabache, con suavidad, me cogió de la mano y me indicó cómo cabalgar sobre ella.


         Volteé su cuerpo rudo y ajado mientras el mío se consumía en una febril agonía. Con besos de lujuria recorrió mis ojos, los lóbulos de mis orejas, sus labios me lamieron como un animal enjaulado y sus manos llegaron hasta donde jamás creí que pudiera llegar una caricia.
Todo mi cuerpo se abandonó a sus movimientos, tragándome y enroscándome en sus piernas, en sus brazos, en sus glúteos; el animal que crecía en mi entrepierna se adentró en su escondrijo sintiendo una oleada de calor sofocante y un placer inmenso.

          Juro por Dios que si lloré, no fue de rabia, sino de felicidad. Cuando me derramé sobre ella, me abracé maternalmente a sus pechos y lloré para desahogarme.


                    ¿Disfrutaste, chaval?.
                     Disfruté mucho, Dolorcita.

          A continuación, me vestí sin volver la cara hacia ellos, pero sentía los jadeos del Trivi intentando ensartarla; Fernando, pobrecito, no pudo aguantar y se la meneaba contemplando sosegadamente cómo Dolorcita volteaba a Trivi y sus glúteos bajaban y subían como la respiración de Fernando.


          Dolorcita la Peregila era tan generosa, tan generosa, que no quiso cobrarnos ni un duro. Sacó un paquete de Winston americano y nos ofreció uno a cada uno. Dolorcita sabía fumar de medio lado y hacía unos aros ensartados unos con otros como nadie.


A Dolorcita la Peregila se le saltaron las lágrimas cuando un servidor se le acercó y le besó en laq cara y en los ojos manchados de rímel...



                                                  MAYO    1978






                                             JUAN JOSE CORBALAN IBAÑEZ

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